Divas divinas en salsa de autenticidad I

Remedios Varo      


Nacida el 16 de diciembre de 1908 en Anglès (Gerona), España. Mostró desde pequeña una natural inclinación e interés por la pintura. Alentada por su padre ingresó en 1924, a la edad de 15 años, a la Academia de San Fernando en Madrid.
Al final de sus estudios, contrajo matrimonio con uno de sus compañeros de estudios, Gerardo Lizárraga, con quien parte a París, Francia, donde residirá durante un año. A su retorno en 1932, se establece en Barcelona, donde ejerce en compañía de su esposo el oficio de dibujante publicitario.
En 1935 se separó de su primer esposo, y conoce al pintor Esteban Francés, quien la introduce al círculo surrealista de André Breton. Una vez familiarizada con el movimiento surrealista, se integra al grupo Logicofobista, que pretendía representar los estados mentales internos del alma, utilizando formas sugerentes de tales estados. Durante su colaboración con este grupo, Remedios Varo pinta L´Agent Double, obra que ya anticipa su estilo reconocido posteriormente.
Durante la guerra civil española, Remedios Varo opta sin dudar por el lado republicano. También durante este período y en buena medida gracias a su activo soporte a los antifascistas, conoce al poeta Benjamín Péret, con quien establece una relación amorosa, y parte por segunda vez a París, ciudad donde residirá hasta la invasión nazi.
En 1941 la pintora y el poeta abandonan la Francia ocupada y emigran a México, país donde gracias a la política del presidente Lázaro Cárdenas de acogida de refugiados políticos, son rápidamente naturalizados y autorizados a desarrollar una actividad laboral.
En 1947 Remedios se separa de Benjamín Péret, quien retorna al París ya liberado para entonces. Gracias a sus contactos anteriores y sus actividades en México, Remedios parte ese año a Venezuela, como integrante de una expedición científica del Instituto Francés de América Latina. Estando en Venezuela, además de su trabajo de ilustradora entomológica, la pintora pudo continuar enviando carteles publicitarios para Bayer, así como trabajar un corto lapso para el instituto de malariología venezolano.
En el año de 1949 retorna a México, donde continuará con su labor de ilustradora publicitaria. Hasta que en 1952 contrae segundas nupcias con el político austríaco Walter Gruen, con quien permanecerá hasta el final de sus días.
Fue Gruen quien convence a Remedios Varo de abandonar sus labores comerciales, para consagrarse totalmente a la pintura.
En 1955, la pintora presenta al público sus trabajos en una primera exposición colectiva, en la galería Diana de la Ciudad de México, seguida al año siguiente de una exposición individual.
Durante su estancia en México, la pintora conoció personalmente a artistas como Siqueiros, Frida Kahlo y Diego Rivera, pero estableció nexos de amistad más fuertes con otros intelectuales en el exilio, en particular la también pintora surrealista Leonora Carrington.
Falleció de un paro cardíaco el 8 de octubre de 1963 en Ciudad de México.




Leonora Carrington                            

Nace el 6 de abril de 1917 en el pueblo de Chorley, en Lancashire, Inglaterra. En el año 1936 ingresa en la academia Ozenfant de arte, en la ciudad de Londres. Al año siguiente conoce a quien la introdujo indirectamente en el movimiento surrealista: el pintor alemán Max Ernst, a quien vuelve a encontrar de nuevo en un viaje a París y con quien no tarda en establecer una relación sentimental. Durante su estancia en esa ciudad entra en contacto con el movimiento surrealista y convive con personajes notables del movimiento como Joan Miró y André Breton, así como con otros pintores que se reunían alrededor de la mesa del Café Les Deux Magots, como por ejemplo el pintor Pablo Picasso y Salvador Dalí.
En 1938 escribe una obra de cuentos titulada "La casa del miedo" y participa junto con Max Ernst en la Exposición Internacional de Surrealismo en París y Ámsterdam.
Previamente a la ocupación nazi de Francia, varios de los pintores del movimiento surrealista, incluyendo a Leonora Carrington se vuelven colaboradores activos del , movimiento subterráneo de intelectuales antifascistas. Al acercarse la guerra entre Francia y Alemania, el arresto en 1939 de Max Ernst por parte de las autoridades francesas, causa en la pintora un episodio de ], del cual se restablece rápidamente, sólo para verse obligada a huir a España, ante la inexorable invasión nazi.
En España sufre otro colapso nervioso, que causa su internamiento en un hospital psiquiátrico de Santander. De este período la pintora guardará una marca indeleble, que afectará de manera decisiva su obra posterior.
En 1941 escapa del hospital y arriba a la ciudad de Lisboa, donde encuentra refugio en la embajada de México. Allí conoce al escritor Renato Leduc, quien terminará ayudándola a emigrar. Ese mismo año contraen matrimonio y Leonora viaja a Nueva York. En 1942 emigra a México y en 1943 se divorcia de Renato Leduc. En México, la pintora restablece sus lazos con varios de sus colegas y amigos surrealistas en el exilio, quienes también se encuentran en ese país, tales como André Breton, Benjamín Peret, Alice Rahon, Wolfgang Paalen y la pintora Remedios Varo, con quien mantendrá una amistad particularmente duradera.
Fue ganadora del Premio Nacional de Bellas Artes por el gobierno de México en 2005.[1]






Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Lebrun

Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Lebrun (París; 16 de abril de 1755 - Louveciennes; 30 de marzo de 1842). Fue la pintora francesa más famosa del siglo XVIII.
Nació en la ciudad de París. Fue hija de un retratista del que recibió sus primeras lecciones, aunque ella se benefició más de los consejos de Gabriel François Doyen, Jean-Baptiste Greuze, José Vernet y otros maestros del periodo. Durante su adolescencia, pintaba ya retratos de manera profesional. Cuando su estudio fue embargado por pintar sin licencia, buscó afiliarse a la Académie de Saint Luc, que exhibió su trabajo voluntariamente en su salón. El 25 de octubre de 1774 fue hecha miembro de la Academia Francesa.
En 1776 contrajo nupcias con Jean-Baptiste-Pierre Lebrun, que era pintor y comerciante de arte. Pintó los retratos de muchos de los miembros de la nobleza francesa y conforme al avance en su carrera, se le invitó a Versalles para pintar a la reina María Antonieta. Quedó la reina tan complacida con el trabajo de Vigée Lebrun, que recibió el encargo de pintar más retratos de ella, así como de los príncipes y de numerosos nobles.
Retrato de María Antonieta, 1783.
Retrato de Madame de Staël representada como Corina, h. 1807-1808, óleo sobre lienzo, 140 x 118 cm, Museo de Arte e Historia de GinebraEn 1781 viajó a los Países Bajos donde los trabajos de los maestros flamencos le inspiraron a probar nuevas técnicas. Ahí, pintó lo retratos de algunos nobles y del Príncipe de Nassau.
El 31 de mayo de 1783, fue aceptada como miembro de la Académie Royale de Peinture et de Sculpture como pintora de alegoría histórica. Adélaïde Labille-Guiard fue aceptada el mismo día. Los hombres a cargo se opusieron a su admisión argumentando que su esposo era un negociante de arte, pero una orden del Rey fijó la decisión una vez que María Antonieta presionó a su marido en favor de la pintora. La admisión de dos mujeres en mismo día suscitó comparaciones entre ambas en vez de comparaciones entre miembros femeninos y masculinos.
Luego de la detención de la familia real durante la revolución francesa Vigée Lebrun huyó de Francia y vivió y trabajo algunos años en Italia, Austria y Rusia, donde su experiencia en tratar con clientes de la aristocracia le resultó útil. En Roma sus pinturas fueron acogidas con gran aclamación y fue recibida en la Academia di San Luca. En Rusia pintó a numerosos miembros de la familia de Catalina la Grande. Durante su estancia Vigée Lebrun fue hecha miembro de la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo.
Fue bienvenida de vuelta en Francia durante el reinado de emperador Napoleón I. Solicitada por la élite de Europa, viajó a Inglaterra a principios del siglo XIX y pintó los retratos de varios notables británicos incluyendo a Lord Byron. En 1807 viajó a Suiza y fue hecha miembro honorario de la Societe pour l'Avancement des Beaux-Arts de Ginebra.
A instancias de una amiga, la condesa Dolgoruki, Vigée Lebrun publicó sus memorias en 1835 y 1837, en donde muestra una interesante perspectiva de la formación de los artistas al fin del período dominado por las academias reales.
Aún siendo activa en su pintura adquirió una casa en Louveciennes, Île-de-France. Vivió en ella hasta que el ejército prusiano la tomó durante la guerra de 1814. Vivió en París hasta su muerte el 30 de marzo de 1842. Su cuerpo fue llevado de vuelta a Louveciennes donde fue enterrado en un cementerio cerca de su antiguo hogar.
En su lápida se lee el epitafio "Ici, enfin, je repose..." (Aquí, al fin, descanso...)
Vigée Lebrun es considerada la más importante artista del siglo XVIII. Dejo tras de sí 660 retratos y 200 paisajes.



 Tamara Lempicka

Tamara de Lempicka o Tamara Łempicka (pronunciado Uempitsca), nacida Maria Górska, (Varsovia, 16 de mayo de 1898 - Cuernavaca, 18 de marzo de 1980) fue una pintora polaca que destacó por la belleza de sus retratos femeninos, de pleno estilo art decó.
Nació en el seno de una familia acaudalada, siendo desde pequeña una niña autoritaria y con carácter. En 1910 pinta su primer trabajo, el retrato de su hermana. En 1911 hace con su abuela un viaje a Italia, donde descubre su pasión por el arte.
En 1916 se casó en San Petersburgo con el abogado polaco Tadeusz Łempicki. Aunque llevaban una vida lujosa en San Petersburgo, la Revolución de octubre encarceló a Tadeusz, pero ella lo sacó de prisión y se trasladaron a Copenhague. En 1923 se trasladaron a París, donde nació su hija, Kizette. Tamara tomó clases de pintura con André Lhote.
Más tarde expuso en varias galerías de París, ya en estilo art decó, como en la galería Colette Weill.
En 1925 tuvo un lugar en la primera exposición art decó de París, donde se hizo un nombre como artista. Más tarde viajaría con Kizette a Italia para observar de nuevo el arte italiano. En 1927, Kizette en el balcón recibe el primer premio en la Exposición Internacional de Burdeos.
En 1929 se divorcia de Tadeusz y conoce al barón Raoul Kuffner, un coleccionista de su obra. Junto a él, viaja a Estados Unidos. Allí, pese a su orientación bisexual, Tamara acepta casarse con el barón. Se hace famosa entre la burguesía neoyorquina y expone en varias galerías estadounidenses y europeas. En 1933 viaja temporalmente a Chicago donde trabaja con Willem de Kooning y Georgia O'Keeffe. En 1938 se van a vivir a Beverly Hills.
En 1941 Kizette se va a vivir con su madre. En 1960, Tamara cambia de estilo, pasándose al abstraccionismo. En 1962, muere el barón.
El 18 de marzo de 1980, Tamara de Lempicka muere en Cuernavaca (México). Kizette, complaciendo el sueño de su madre, acompañada del escultor Víctor Contreras (heredero de gran cantidad de las obras de la pintora), subió a un helicóptero y fue a arrojar sus cenizas en el cráter del volcán Popocatépetl.






                                                                  Aida Carballo

Cuando Aída Carballo murió en 1985, a la edad de sesenta y nueve años, era, desde el punto de vista de la crítica de arte de la época, una especie de personaje mítico y extraño. No se había unido a ningún grupo plástico, sólo una vez había viajado, a París en 1958, gracias a una beca, hecho que ella siempre recordaba como si acabara de regresar, y rarísima vez salía de su casa para ir a un vernissage. En cambio se encerró a trabajar obstinadamente en los sucesivos talleres que tuvo en los barrios de Villa Crespo, Barracas y Almagro.
Ahora, después de la muestra en el Bellas Artes en 1996, ha vuelto. Ochenta obras, entre grabados, dibujos, témperas y cerámicas la vuelven a la vida en las salas de la Fundación OSDE, gracias a la investigación y curaduría de Gabriela Vicente Irarrázabal.
Al inaugurar Aída su primera muestra individual, había pasado los cuarenta años, y ya conocía, de primera mano, aquel universo de marginados de la razón: “no acepto que nadie diga que descendí a los infiernos. Simplemente conocí otra ciudad, la de los locos, que es apenas un arrabal del infierno”.
No por casualidad, la locura fue el tema excluyente. Eran grabados realizados entre 1960 y 1963, sobre la base de los bocetos a lápiz tomados durante su internación en el neuropsiquiátrico Braulio Moyano; una parte de ellos, se exponen ahora por primera vez. La mayoría de esos apuntes, estuvieron guardados cincuenta años, Aída había respetado la solicitud de no exhibirlos, que le había hecho el Director del hospicio.
En aquella galería de la calle Esmeralda, “que pagué de mi propio bolsillo” solía recordar Aída, fue el escritor Manuel Mujica Láinez , que en su papel de crítico de arte, la “descubrió” y sacó a la luz a una de las mayores grabadoras de la Argentina.
Los sesenta, de alguna manera también fue su década, fueron los años de su revelación como artista y los de la profundización de su hacer.
Los mismos “sesenta” de la explosión y difusión del psicoanálisis, de las sesiones de “ácido”, que quisieron presumir, superficial y ligeramente, que la locura y la genialidad participaban del mismo ADN. Ser “loco” también significaba ser un contraventor, alguien que era capaz de navegar contra la corriente, sin especulaciones y sin salvavidas. Ser “loco” era una garantía no certificada de talento. Por lo tanto con cierto grado de locura se accedía al impreciso status artístico. Así, arte y locura se transformaron en consecuencia, una especie de sucesiva fatalidad, quedando encadenados para siempre.
Si el ácido lisérgico liberaba el inconsciente, alterando los estados de la conciencia, estados comparados en ocasiones con los de la esquizofrenia o la experiencia mística, la locura iba más allá, haciendo que aquel paraíso imaginario y efímero fuera permanente, dando visa para saltar las vallas construidas por la costumbre. Una locura idealizada, bella, creativa, como panacea de la libertad.
Paradójicamente los verdaderos locos, los enfermos, con sus miradas redondas y perdidas no parecen opinar lo mismo; como en el aguafuerte “La lombriz es una parienta leve de la locura”, o en la litografía “Quieta meditación“, presos de sus angustias, son sombras suspendidas de la realidad. Carballo, que nunca escondió el hecho de haber estado internada en varias ocasiones, habló, dibujó y grabó desarrollando una de sus temáticas más logradas.
En otra serie de grabados, abordó con los “Amantes”, el tema del juego amoroso; destinada en principio a carpetas para coleccionistas, no tardó en ser conocida por públicos más amplios y por algún censor, como fue el caso de la esposa del dictador Onganía que ordenó retirar la serie, por inmoral, de la muestra retrospectiva que estaba haciendo en el teatro San Martín. Enterada Aída, mordiendo su rabia, descolgó la exposición que tanto le había costado.
Su obra no se la puede considerar desde la visión estrecha que hace la historia del arte contemporánea, que gira alrededor del sistema de “movimientos” y décadas, ya que nada en su trabajo sugiere alguna vinculación con el informalismo o la nueva figuración, cuyas ráfagas conmovieron la escena plástica de los años cincuenta y sesenta. Apenas alguna leve aproximación al Pop Art en algunos grabados.
Si pretendemos localizar sus fuentes estéticas deberíamos observar con atención las composiciones de las series de Los locos, Las vecinas o Los estudiantes para encontrar en Carpaccio y Bellini el sitio exacto donde realizó una sutil apropiación en la disposición y agrupamiento de personajes en relación con el ámbito urbano.
También es posible indagar otras vertientes donde es posible que haya echado mano para sus composiciones. A principios de los sesenta la Galería Galatea organizó una muestra de litografías del artista inglés William Hogarth (1697-1764) de las que, indudablemente, Aída tomó nota, como se puede constatar en “Autoridades en colectivo y una mosca” (1965) y en “No hagan olas”(1968). En las series de “Los amantes” y la de “Los colectivos” también se observa la preocupación por la caracterización de individuos, animales y paisajes, tan propio del grabado inglés de los siglos XVIII y XIX.
Aquellas fuentes, que Aída jamás citaba pero transformaba radicalmente, eran el punto de partida para la construcción de un lenguaje plástico y poético intrínsecamente porteño, donde estaba el mundo ordinario del barrio como escenario del devenir cotidiano. La observación y caracterización de los personajes con los que pobló sus grabados se puede sintetizar en aquella frase oída en ocación de una muestra suya: “Aída es Brueghel + Gardel“.
Aunque fue una persona reservada, que evadía las intimidades, en los autorretratos afloran sus sentimientos, llegando a ser el punto más alto de su labor plástica. Como en el caso de Frida Kahlo, cuya obra autobiográfica aborda con total sinceridad su vida interior, Aída transita en ellos entre el dolor y la exaltación de la vida.
Sus autorretratos, marcan sus distintas circunstancias, a las que su principal medio expresivo no fue ajeno. En el poético aguafuerte de 1948, La calle, el corazón y la lluvia, se la puede ver como una muchacha solitaria y feliz, contenida en sí misma, integrada a ese cosmos urbano que con los años sus grabados irían perfeccionando. Es como si describiera el inicio de su camino en el que todo es esperanza, y su lugar como persona está en el contexto que sería el programa plastico para el resto de su vida: el corazón a cielo abierto, una calle de barrio, la lluvia cuyas gotas parecen lágrimas y una mujer que camina entre la gente.
En Autorretrato con narices, de 1964, época en que comienza el reconocimiento público de su obra, y en que se halla en plena posesión de su potencia creadora, se ubica en el primer plano y en el centro del cuadro, frontal y desafiante, rodeada de estudiantes, mientras su mirada nos conmina a leer arriba y a la derecha un graffiti que es una consigna de lucha: “Contra la opresión”. Un grafitti que es como una bandera, asumida con vigorosa conciencia cívica la realidad de su país y su tiempo, manifestándose, colectiva o individualmente, siempre que fue necesario. Como en el caso del Movimiento por la Reconstrucción y Desarrollo de la Cultura Nacional, que ayudó a fundar en 1981, junto a otros intelectuales y artistas como Ernesto Sábato, Leda Valladares, León Gieco, Adolfo Perez Esquivel, Alberto Rex González, Jorge Brega, Enrique Stein, Josefina Racedo y Suma Paz. Y entre los artistas plásticos se encontraban Diana Dowek, Mildred Burton, Ana Candioti, Gabriel Levinas, Roberto Lopez (Viuti) , Guillermo Roux, Ermenegildo Sabat y quien escribe estas líneas.
En Autorretrato con autobiografía de 1973, la mirada se equipara al horizonte y nos da su perfil altivo y sereno, sobre un plano de escritos caligráficos donde se pueden leer aspectos de su vida ligados al trasfondo histórico; su mano, dibujada hasta el mínimo detalle, junto a su cabeza, es autor e intérprete de una historia del grabado, la suya, que al mismo tiempo se inscribe en la del país.
Texto y figura trabajan juntos, como un testamento artístico, como un legado.









Agustina González López

Si no hubiera sido mujer, a lo mejor habría sido considerada un genio de la Generación del 27...», aventura la ginecóloga e historiadora Enriqueta Barranco. Agustina González López era escritora, pintora y política. Y un personaje muy peculiar en la Granada de los años veinte y treinta: Francisco Ayala la recuerda vestida de húsar y ofreciendo en el escaparate de su zapatería de la calle Mesones sus «opúsculos» repletos de ideas extravagantes. Pero Agustina era mujer y fue fusilada en los primeros días de octubre de 1936. Así que de ella sólo quedan algunos libros y un recuerdo borroso. 
Barranco se topó con ella cuando investigaba, junto al profesor de Historia de la Medicina Fernando Girón, para escribir la biografía del político y rector Alejandro Otero, editada por CajaGranada el año pasado. Descubrió que Otero era uno de los personajes ilustres que avalaban la candidatura de esta mujer insólita, fundadora del Partido Entero-Humanista, en las elecciones de 1933. Sacó 15 votos.
«'¿Mira, ahí va la Zapatera!', se decía, y mis ojos se asombraban viendo a una mujer corpulenta, con moño castaño bajo aparatosos sombreros, y acaso una capa celeste de húsar hasta los pies -cuenta Ayala en sus 'Relatos granadinos'-. La Zapatera era una figura extravagante, probablemente una chiflada. Callejeaba mucho, entraba '¿y sola!' en los cafés y restaurantes y escribía cosas absurdas que hacía imprimir y ponía luego a la venta en el escaparate de su zapatería».
«La Zapatera era una mujer independiente, independiente también en cuanto a sus medios económicos, y la desaprobación social, apenas refrenada, tenía que desahogarse mediante burlas más o menos sangrientas -continúa el relato-. Tengo entendido (...) que en 1936, durante los primeros días de la sublevación, cuyos horrores hallaron escenario privilegiado en Granada, fusilaron a la Zapatera (...)». Julio Belza confirma en su libro 'Los granos de la granada' la ejecución de Agustina González junto a otras dos mujeres. En la ciudad circularon rumores de que la habían matado «por puta» o «por lesbiana». 
Barranco y Girón -representantes de la Universidad en la Comisión de la Memoria Histórica- creen que nació entre 1883 y 1886, tenía medios económicos y viajó por España e Italia. Escribió varios libros, entre ellos 'Idearium futurismo' (1916) y 'Justificación'. Se declaraba feminista y católica. Le interesaban cuestiones como «por qué hay hombres afeminados y mujeres masculinizadas». En una de sus obras explicaba por qué decidió vestirse de varón y por qué en ocasiones prefería parecer una loca: porque la libertad no estaba permitida a las mujeres. Para tratar su «histeria», respetables médicos de la época le recetaron «friegas y reposo». 
Saben también que sus dibujos y grabados los firmaba como 'Amelia'. Que una vez estuvo enamorada de un hombre que no le correspondió. Poco más. El resto es silencio. Y olvido.|En el mismo escenario y por los días que fusilaron a Federico García Lorca, corría la misma mala suerte Agustina González López, La Zapatera, mediado ya el fatídico agosto de 1936. Días antes la habían trasladado, junto a las demás presas, de la inhabitable cárcel de mujeres, en Torres Bermejas, antigua prisión militar, al convento de San Gregorio el Bajo, en la Calderería, habilitado como establecimiento penitenciario. ¿Quién era esta mujer de la que ha pervivido en la ciudad un recuerdo esperpéntico, que ni su trágico final ha servido para reivindicar su valiosa memoria? Sigue integrada, con la divisa de su apodo, en la nómina y leyenda de personajes extravagantes de una ciudad tan pródiga a imponer sobrenombres con desdén y ojeriza, hasta el punto de oscurecer su identidad, como es el caso de Agustina, a la que se la conoce por "La Zapatera", por el hecho de que su padre tenía una zapatería, en la calle de Mesones. Agustina nació el 4 de abril de 1891, en la parroquia del Sagrario
El escritor granadino Francisco Ayala, en un escrito contra el machismo, confiesa que nunca supo el nombre de la llamada Zapatera. Ayala ha conservado el recuerdo de su notoria presencia y esnobismo de sus sombreros y capas y la sombra del escándalo popular que producía la mujer por entrar en lugares públicos y andar sola por la ciudad: "La Zapatera -escribe- era una figura extravagante, probablemente una chiflada, callejeaba mucho, entraba -¡y sola!- en los cafés y restaurantes y escribía cosas absurdas que hacía imprimir y ponía luego a la venta en el escaparate de su zapatería".
"Como bien puede comprenderse, conducta tal resultaba intolerable. La zapatera era una mujer independiente, independiente también en cuanto a sus medios económicos, y la desaprobación social, apenas refrenada, tenía que desahogarse mediante burlas más o menos sangrientas...". Francisco Ayala testigo en su niñez y adolescencia de aquella ciudad intransigente, sobre todo para la mujer que intentara escapar del modelo establecido, es decir a la sumisión y la ignorancia, recuerda el regocijo vejatorio a que podía ser sometida una "bachilera".
De sus tiempos de instituto retiene en la memoria un pequeño grupo de niñas, siempre acompañadas, que asistían a las clases y una y otra, permanecían en un cuarto separadas de sus compañeros.
Y de aquella época tiene grabado un afrentoso episodio que vivió la directora de la Escuela Normal de Maestras, un día que se disponía a dar una conferencia en el Centro Artístico, ante una sala repleta de hombres. La profesora de gran prestigio cultural, empezó diciendo: "Señores, voy a ser brevísima".
En la sala estalló un vozarrón: "¡Superlativo de breva!".
Y esta frase cortó en seco la disertación, ante el clamor de risas y mofa de la sala. La intencionada anécdota machista, revestía también grosera connotación sexual, que ampliaba la provocación, rápidamente extendido por la ciudad, como un pleamar. El afán minimizador, el desdén, formaba parte de la estrategia machista y zafia, con que se anulaba la voluntad de la mujer, aniquilándole la palabra y atropellando la razón. Estas actitudes intimidatorias resumen a la perfección la desamparada lucha y confusión de la mujer para emerger de la ignorancia y alcanzar su liberación. Dentro de este ambiente de vacío y opresión hay que encuadrar el hazmerreír y la vejación de que fue víctima Agustina González, personaje insólito, carismático, que escapa del molde de aquella Granada levítica e inmovilista en franca lucha por mantener su emancipación y sus aspiraciones culturales y sociales. Su actitud suponía un intolerable desafío a los ojos de los detractores "cultos", más la comparsa de ignorantes, consideraban que Agustina enturbiaba su condición de mujer con sus aspiraciones de igualdad y progreso. Solo cabía una razón: su desequilibrio mental. Recurso muy socorrido durante siglos: No solo por maridos, sino también por padres y hermanos, ante ciertas actitudes consideradas transgresoras y en muchas ocasiones por intereses familiares, hereditarios (o de los tutores). Tenían licencia para encerrarlas de por vida en conventos, con la aquiescencia de la autoridad eclesiástica. La fuerte presión clerical, familiar y social podía clausurar para siempre el curso de una existencia.
El germen de la leyenda de Agustina González nació en el seno de su propia familia, tras un proceso de desconfianza, que la iba a enfrentar para siempre con el mundo que la rodeaba. La desconfianza de que una adolescente hubiese hecho frente a una situación comprometida. La desconfianza de la capacidad de Agustina por el hecho de ser mujer, hubiese sido diferente de recaer en su hermano. Solo bajo el prisma de enajenación, la familia y luego la sociedad, podía entender su interés por la aventura, el estudio, el progreso, la pintura, la literatura, el feminismo. Que una mujer actuara con valor, que expusiera sus ideas en público, que encabezara una manifestación de obreros o de mujeres del Albaicín por la carestía de vida, que hiciera frente a la Guardia Civil, que escribiera libros con ideas propias, que viajara, era claro indicio de un desequilibrio, por la terrible razón de que no eran cosas de mujeres.
Pasados los años, Agustina, consciente de los prejuicios que había tenido que lidiar en su adolescencia y juventud, escribiría: "Ahora las señoritas estudian, pintan, escriben, trabajan, salen solas y no está mal visto; yo que siempre he roto filas, no me negareis que en muchas de estas causas he hecho de Cristo. Ya pasó".
Todavía, en nuestros días en un libro sobre Granada, pervive aquella visión fanática, cruel, de los hombres de su época, aunque su intención sea deliberadamente irónica, conserva una fuerte carga de prejuicios. Sin embargo, para nosotros contiene otra lectura la imagen sugestiva de mujer emancipada y valiente, que amplía a nuestros ojos su valiosa personalidad. Cuenta el autor con una visión inmovilista: "... vestida de hombre en el salón del entonces café Suizo, a la hora de más clientela y subida en una silla, empezó a voz en grito a buscar prosélitos de sus credos libertadores".
Más adelante refiere la actitud de Agustina en el transcurso de una manifestación: "... la Zapatera sola, en medio desierta plaza [la del Carmen] frente a los Civiles se abrió el blusón como para dar más facilidad de penetración a los proyectiles y dio un grito que quiso ser lapidario pero que se quedó en cómico por venir de quien venía: '¡Cobardes! ¡Disparad y matadme! ¡Viva la anarquía!".
Agustina González, en 1928, empezó a publicar una serie de Opúsculos Filosóficos, sobre Las leyes secretas. En su Reglamento Ideario del Entero Humanista Internacional, aspiraba nada menos, que a borrar las fronteras, a crear la moneda universal; el Palacio de Todos, para dar alojamiento a los desheredados del mundo; grabar en una bandera blanca solo dos palabras: Alimento y Paz, para erradicar las hambrunas del mundo… Cuando se prepara para conquistar un escaño: su espíritu altruista la lleva a escribir en un manifiesto: "¡Humanistas, socialistas, sindicalistas, comunistas, libertarios! Votad a Agustina González López, que se presenta a Diputada para las Cortes constituyentes por las cuarenta y nueve provincias de España y por sus pueblos…".
Desde niña la lectura fue el campo de sus aventuras, donde espoleaba su curiosidad. Sobre todo en los libros de ciencia. Su pasión por la Astronomía la llevó a creer que, tal vez, en otra reencarnación, su destino fue el de astrónomo. De los siete a los nueve años estuvo interna en el colegio de Santo Domingo y, a esa edad, las monjas descubrieron su extraordinaria disponibilidad para el estudio de la Astronomía.
De ahí, que las gentes no entendieran cómo, en el momento de su fusilamiento en Víznar, alzara sus ojos pidiendo clemencia a las estrellas. Aquel gesto lo calificaron de escándalo y hubo quien hizo mofa de lo que creían debilidad. Claro, que peor fue la difamación. En el libro El asesinato de García Lorca, podemos leer el testimonio: "Trescastro exclamó: 'Yo he sido uno de los que hemos sacado a García Lorca de la casa de los Rosales. Es que estábamos hartos ya de maricones en Granada. A él, por maricón, y a La Zapatera, por puta".







                               
                                                                     Alice Prin, Kiki


Reinó con el nombre de Kiki, pero se llamaba Alice Prin. Musa de este barrio parisino, entre 1920 y 1940 posó desnuda para los mejores pintores y fue amiga de los artistas más relevantes de la época: Cocteau, Chagal, Eisenstein... Un libro-cómic recrea la vida de esa joven de provincias que se convirtió en soberana de la bohemia.
Fue en el Montparnasse de entreguerras bajo el reinado de una Kiki, cuya boca era un incendio y su corazón una alcachofa: en cada hoja, el nombre de un hombre. Su corte era el ombligo del mundo; sus pares, artistas que se resguardaban de la intemperie en los cafés y llevaban una dieta forzosa de sopa, vino tinto y vahos de trementina. Alice Ernestine Prin, Kiki, llegó a París a los 13 años y después de posar, a los 17, para su amante encontró en ese oficio su destino de resplandores fáusticos y de escalofríos libertarios. Modelo de artistas, fue amiga de todos ellos y de poetas como Cocteau o Apollinaire; de cineastas como Litvak o Eisenstein. Kiki fue la mascota de una tropa multinacional, desgalichada y libérrima que compró la inmortalidad al precio de la miseria, malbebiendo con arte y apaños la mitad del año y con apaños y arte la otra parte. Ahora aquellos montparnos están en los museos y ella en el cementerio de Montparnasse.
Los estudiantes medievales de La Sorbona declamaban sus poemas en un cerro a campo abierto al que acabaron llamando Monte Parnaso. A principios del siglo XIX, el risco aún dominaba sobre huertas, barbechos y chabolas, pero algunos artistas necesitados de amplios espacios empezaban a convertir en estudios los graneros y casas de verano. De los 6.000 artistas residentes en París en 1870, uno de cada cuatro vivía en Montparnasse, en apenas medio kilómetro cuadrado, y allí empezaron a instalarse marchantes, galeristas, drogueros y academias de arte. Los lunes por la mañana había un auténtico mercado de modelos, familias enteras deambulaban por la rue de la Grande Chaumière con la esperanza de un contrato para posar en escenas pompier. Con el siglo XX llegaron los cafés, los bistrots y los night-clubs: La Closerie des Lilas, La Rotonde, Le Dôme, Le Boeuf sur le Toit, The Jockey o La Coupole balizaban la topografía de la bohemia.
En esos ámbitos Kiki cantaba letras atrevidas y contaba chascarrillos mordaces. Las galerías exponían sus dibujos y posaba a pecho descubierto para Man Ray y Calder, que venían de América; para Fujita, de Japón; para Modigliani, de Italia; para Pascin, de Bulgaria; para Kisling, de Polonia; para Soutine o Chagall, de Rusia. Cada uno de los artistas para los que posó captó una parte de su singularidad y gracias a tantas pinturas se convirtió en la musa de Montparnasse. Mientras en el Dôme, Trotsky despachaba su correspondencia de refugiado político, justo enfrente, Victor Libion convirtió La Rotonde en refugio tibio de artistas hambreados, refugiados políticos con extraños atuendos y modelos que fumaban como chimeneas. Kiki andaba por allí como Pedro por su casa, se sentía en familia.
Alice nació en 1901 en Châtillon-sur-Seine, un pueblo borgoñés. Su madre, Marie Prin, trabajaba de linotipista y su padre, Maxime Legros, era un comerciante de carbón de 19 años, un tipo pinturero que proclamaba la llegada de su mercancía con el bramido de un cuerno de caza. Los Legros impidieron la boda de su hijo con Marie, que se fue a trabajar a París, dejando a la criatura con la abuela materna. Mandaba cinco francos al mes para el mantenimiento de la niña, que creció con cinco primos, todos «hijos del amor». La abuela trabajó como lavandera y costurera para criar a la prole.
De Borgoña a París. A los 13 años, fue a París a reunirse con su madre. Allí encontró algo parecido a la felicidad: una irreverente manera de vivir y amores fugaces, como lo fueron los Felices veinte, la paz de Versalles y su juventud malversada en los espejismos del alcohol. Entró de aprendiza en un taller de encuadernación por 15 céntimos a la semana. Compraba ropa en el rastro, se ponía brillantina en el pelo y con pétalos de geranio incendiaba sus labios. Cuando su madre la sorprendió posando desnuda, la llamó «puta asquerosa» y la repudió. Tenía 17 años y estaba sola, en la calle y sin recursos. Vivió con un pintor que la animaba a hacer la calle; pero Kiki nunca llegó más lejos de enseñarle los pechos a un viejo por tres francos.
Cuando trabó amistad con los artistas de La Rotonde, encontró un ecosistema de pintores que eran entonces tan miserables como ella; pero que llegarían a ser inmortales con el tiempo. Pasaba hambre pero, como se divertía, se olvidaba del estómago. Solía comer en Chez Rosalie, la pequeña crémerie de una ex modelo italiana que atendía a crédito a los artistas o aceptaba en pago un dibujo en la pared.
El halo de misterio de Man Ray, recién llegado de Nueva York, sedujo a Kiki a primera vista. Posó para su cámara y, al día siguiente, cuando le mostró las fotos se quedó impresionada, luego se desvistió y se sentó a su lado en el borde la cama. Sus labios se encontraron y aquella tarde no hubo sesión fotográfica. Era 1921, era diciembre, el sol estaba anémico y hacía frío. Se fueron a vivir juntos. La relación que mantuvieron durante años dejó una estela de imágenes prodigiosas y queda resumida en una carta escrita por Kiki tres meses después de conocer a Man Ray: «Siento un dolor en el corazón al pensar que esta noche estarás solo en tu cama, te quiero demasiado, sería bueno que te amara menos porque no estás hecho para ser amado, eres demasiado tranquilo. A veces tengo que suplicarte por una caricia, por un poquito de amor… Pero tengo que aceptarte como eres, después de todo eres mi amante y te adoro; vas a hacerme morir de placer, de amor y de pena. Te muerdo la boca hasta que sangra y me emborracho de tu mirada indiferente y a veces mezquina». Nunca se engañó sobre la esencia del amor, lo concebía como un sentimiento de apego al placer y, aunque el eclipse del sexo anunciaba el colapso de la ternura, nunca se sintió inclinada a los amores de paso.
Pasaron cientos de vernissages y miles de vasos, besos y susurros. Kiki, convencida de que Man Ray ya no la amaba, se fue con un periodista a Nueva York. Alguien le concertó una cita en los estudios de la Paramount. «Fui a hacer una prueba, pero antes de entrar quise retocarme el pelo. Al descubrir que me había dejado el peine, me puse como loca de rabia y, ¿qué iba a hacer sino volverme? Así se acabaron mis películas para la Paramount», escribió en sus memorias. Cuando volvió a casa, se reconcilió con Man Ray. En 1924 le hizo una de sus fotos más célebres, Le violon d’Ingres.
Todo el mundo en Montparnasse decía que era alegre, sensual y provocativa. Pero a menudo caía en una especie de tristeza al atardecer y cantaba baladas que la hacían llorar a mares. Le gustaba airear sus aventuras y con el primer café de la mañana podía confesar: «Hoy me han dado un buen revolcón». Vivía entre intelectuales, frecuentaba la casa de Breton, la de Gertrude Stein, la Galerie Surréaliste de la rue Jacques Callot, La Ruche, una colmena de artistas en la rue de Vaugirard, ámbitos espesos de espíritu creador, espacios en los que se discutía y se hablaba del azar, del sexo y del amor. A Kiki le irritaba el intelectualismo, les dijo a sus amigos: «Vosotros habláis mucho sobre el amor; pero no sabéis hacerlo». Participó en ocho películas, pintó muchos cuadros y algunos retratos de amistades. Su exposición de mayor resonancia fue la de marzo de 1927. Todo Montparnasse estuvo allí, los artistas, los crápulas, los anarquistas y la gente bien como Albert Sarrault, ministro de Interior. Esa noche cantó canciones indecentes ante una parroquia sin remilgos. Por su franqueza demasiado impertinente y sus poses tan desnudas como un caballo no podía ser una dama, de manera que la eligieron reina de Montparnasse en 1929 y una multitud la escoltó a La Coupole, en donde se celebró un banquete.
Tal vez se aburguesó un poco cuando se enamoró de un recaudador de impuestos que tocaba el acordeón. Se pasó a la rive droite, pero no dejó de ser Kiki: «Todo lo que necesito es una cebolla, un poco de pan y una botella de vino tinto, y eso siempre habrá alguien dispuesto a ofrecérmelo». Abrió un cabaré propio en la rue Vavin, pero Montparnasse empezó a languidecer y los años dorados se despeñaron en la crisis económica. En septiembre de 1939 la guerra dispersó a los montparnos por el mundo. Cuando volvió la paz, Kiki con los ojos sombreados, una maravillosa belleza marchita y la voz gangosa de tiempo y alcohol recorría los cafés del barrio cantando sus viejas canciones que ya nadie quería oír. Luego pasaba un platillo.
En la primavera de 1953 se desplomó en la rue Brea. Con su muerte se oyeron los últimos estertores de la vida bohemia en un barrio que fue el centro del mundo desde el Tratado de Versalles hasta la entrada de la Wehrmacht en París. En el prólogo que Hemingway escribió para las memorias de Kiki, Les souvenirs retrouvés, dejó este diagnóstico: «Kiki reinó en esta era de Montparnasse con mucha más fuerza de la que nunca fue capaz la reina Victoria a lo largo de toda su existencia.